La poesía, entre otras cosas, es el terreno de las experiencias intransferibles. En un sentido o en otro, la palabra marca derroteros en los que la experiencia se enmascara en el lenguaje: no hay poesía autobiográfica, hay poesía de la experiencia y la existencia transmutadas en lenguaje. Braulio Muñoz comprende muy bien esta regla y en su reciente poemario, titulado significativamente Yaraví (2021), plantea un tejido textual en el que se entremezclan variados elementos: la memoria familiar, la reminiscencia de la infancia, la migración, la tensión entre lo rural y lo urbano e incluso la escritura misma. Difícilmente se podría tratar de sucesos imaginarios porque, al ser transportados al orden de la ficción, mantienen la fuerza de lo vivido, algo que permite al hablante alcanzar cuotas de intensidad expresiva que de otro modo se leerían como imposturas sin valor.
Sin duda, el título del libro es una buena puerta de entrada al discurso que contiene ya un rasgo prominente en él: la hibridez. Aunque el yaraví es hoy una forma poética en desuso, su lugar fue ocupado por un tipo de composición musical que privilegia el canto sentimental, el luto amoroso, el tono de lamento. Promovido por el poeta Mariano Melgar en el siglo XIX, el yaraví se caracterizó por sus versos breves y su rima ágil, combinando el influjo del antiguo harawi quechua con el ánimo expresivo de la poesía trovadoresca. Se trata, pues, de un género mestizo, condición, huelga decirlo, que es tierra fértil para la hibridez. Usar la palabra «yaraví» en el título transparenta no solo una elección concreta, muestra también filiaciones culturales.
El libro se divide en tres partes y esa división resulta clave para entender el proceso que se describe en los versos de Yaraví. Ese proceso alude a las transiciones que vive el sujeto en algunas líneas de su evolución social y cultural. La primera parte transcurre en el «Desierto», transmutación del Chimbote natal, donde se van sucediendo fragmentos que retratan la añoranza por un pasado ya perdido y escenas de infancia y adolescencia que marcan a fuego el acto de recordar escenas a la larga fundadoras. Si se quiere, esta primera parte es la más decididamente lírica. En algunos poemas de esta parte del libro los intertextos revelan con claridad la manera cómo el hablante, mediante su discurso, se inscribe en la tradición. Así, en el quinto poema, se lee lo siguiente: «Recuerdo tu regazo tibio/ con aroma de familia en cena/ tus nanas se trenzaban/ con el canto de los grillos en los gamalotales/ me sentías llorar/ venías a mi lado/ nada te va a ser daño hijito/ me peinabas los cabellos/ con tus dedos suaves/ me contabas de cuando eras niña/ la abuela Gumercinda/ te llevaba de la mano/ por paraísos perdidos/ yo te seguía hilando/ sudarios para mis miedos/ hamacas para mis sueños» (p. 15).
El poema citado sin duda plantea un diálogo con textos como «El hermano ausente en la cena pascual» de Abraham Valdelomar o «A mi hermano Miguel» de César Vallejo. En ambos textos, como en el poema de Muñoz, se canta la ausencia que una memoria melancólica no llega a colmar, y en medio de eso la figura de la madre, espacio del afecto, metáfora de la vida. En común tienen también ese profundo sentido de la intimidad, así como también un espacio ajeno al tráfago citadino. Hay algo irrecuperable en los tres poemas, pues la memoria intenta reconstruir lo que en realidad es un paraíso perdido. El poema de Muñoz, en ese contexto, es una relectura inteligente y sensitiva que establece una red de vasos comunicantes con sus predecesores. La primera parte es también la geografía local.
La segunda parte se titula «Esquinas» (ya podemos ir pensando en este libro como un díptico) y allí se representa al sujeto en entornos urbanos, enfrentando la noche y los avatares propios de la especie de flaneurismo que funda en sus recorridos. La calle, espacio crítico y violento, pero también escenario de encuentro cultural, de interacciones sociales y lingüísticas, material que el libro aprovecha muy bien. El rasgo que mejor conecta a estas dos partes, además del ejercicio de la memoria, es el ánimo polifónico, la inserción de numerosas voces autónomas (incluso en otras lenguas) que dan cuenta de una visión de lo «moderno» en sus formas sugerentes y a veces caóticas.
El propio autor, entrevistado en el portal Vallejo and Co., señalaba que su intención era que el sujeto hablante de este libro fuera capaz de expresar la condición del hombre moderno. El hablante de este libro, es mucho más que el simple habitante de un puerto de la costa norte del Perú porque su lenguaje constituye un orden más complejo: tiende a lo coloquial en la primera parte, «Desierto», mientras «Esquinas» muestra cierta decantación hacia una dicción barroquizante. La experiencia, sin embargo, tiene el mismo perfil: el profundo desencanto por la vida contemporánea, una visión crítica de la vida y el indeclinable afán del recuerdo, paliativo insuficiente para estos males. Así, en uno de los poemas de «Esquinas» se puede leer: «En noches anhelantes prometimos/ tocar sinfín de campanas/ para construir un mundo nuevo/ pero el diario estregar minó/ lo barruntado y las noches/ no trajeron impolutas alboradas/ fantasmagoría de ese puerto recién nacido/ las ilusiones parecen atizar destinos/ solo cuando el impertérrito ojo duerme/ fuerza corazón otros han de tomar/ esta esquina para incubar nuevos sueños/ la noche ha de alumbrar otros mundos» (p. 46).
La tercera y última parte se titula «Mar» y puede leerse como una síntesis del lenguaje de la primera y la segunda parte. Esta vez se incluyen onomatopeyas de manera casi obsesiva, representando el oleaje y entre ellas interviene el hablante con su discurso, nuevamente instalado en la memoria. La voluntad experimental se acentúa y el hablante saca partido del material sonoro para elaborar la mayoría de poemas de este apartado. En el poema «II», por ejemplo, encontramos los siguientes versos: «¡plumm!.../ los apanquras/ incansables carreteros/ se alzan en seis zancas/ me clavan la mirada/ suishh.../ el ojo siembra jirones/ en neblina escarmenada/ el Apu mecxe las lanchas/ pájaros avivan la mañana/ mis pasos ganan silencio/ suishh...» (p. 72).
La coda del libro es una invocación en la que se recupera el tono lírico, especialmente en los dos versos finales. Esa representación lírica, sin embargo, va acompañada de una actitud reflexiva en torno a la realidad social: «En el polvo de calles y callejones/ me siento liado a mi tiempo/ por madejas de esperanza/ no llego a barrer o sembrar verdades/ regreso arrastrando cadenas usadas/ para denunciar el todavía lo mismo/ la gente despierta tolvaneras/ a ritmo de corazones magullados/ me acomodo el gorro/ es aquí y ahora amor/ enlacemos brazos Mirla, ahora y como siempre» (p. 95).
Con Yaraví, Muñoz logra una poesía que a la sencillez de sus temas añade el espesor de un lenguaje rico en ritmos y resonancias. Se instala en una orilla crítica de la modernidad y conmueve el intento del hablante por recobrar aquello perdido para siempre, reemplazado por la crispación y el desasosiego. Tengo la certeza de que futuras lecturas de este interesante libro ahondarán con mayor profundidad en uno de los aspectos (una de las lecciones) que pone de relieve su lectura: la capacidad de unir el tono lírico amoroso con el ejercicio de observar el entorno social y escuchar (y escribir/inscribir) sus voces.
Alonso Rabí Do Carmo
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