Aparte de sus rasgos más definitorios, brevedad y concentración dramática, el microrrelato o microcuento nos recuerda siempre la presencia de un género narrativo heterogéneo y, fundamentalmente, híbrido. En su escueta extensión, el microrrelato puede lograr altos picos de sublimidad en el lenguaje, de ahí que no sea del todo descabellado vincularlo en muchos casos con el poema en prosa; igualmente, puede construir una gran intensidad narrativa, rematada siempre con un final sorpresivo que detone —como Poe quería para el cuento moderno— emociones en el lector.
Bien dice el escritor Harry Belevan cuando señala que este tipo de relatos tiene la capacidad de usurpar «la atención del lector por un lapso demasiado fugaz como para que una intrusión cualquiera pueda disipar el encanto de su concisión» (Gallegos, p. 27). Sea por el camino del arduo trabajo con un lenguaje cargado de imágenes o por el diseño de un relato económico y eficaz en su impacto, en su fuerza dramática, el microcuento ejerce una poderosa fascinación.
Óscar Gallegos Santiago es uno de los principales estudiosos de este género en el Perú y es uno de los que mejor ha analizado, con herramientas críticas modernas, esta especie discursiva. De él citamos esta definición: «El microrrelato es un texto narrativo ficcional en prosa, que se caracteriza, cuantitativa y cualitativamente, por su extrema brevedad. Su ficcionalidad le permite distinguirse de otros microtextos factuales; pero su carácter proteico lo lleva a fagocitar múltiples formas, ya sea literarias o no literarias, desde una actitud moderna o posmoderna que le confiere una posición frecuentemente irónica, paródica y crítica de los valores de una tradición» (Gallegos, p. 116).
Con estos apuntes en mente, nos acercamos a un libro singular, cuyo autor, Gerardo Garcíarosales, aprovecha muy bien los elementos de la minificción (término que mayor consenso ha generado en cierto sector de la crítica) para instalarse en el contexto de la vida familiar y el horizonte mítico y ancestral que caracteriza al universo andino. Garcíarosales logra, con Luna de agua, incorporar el mundo de la oralidad para tejer un contrapunto, a veces un diálogo fluido, entre la voz ancestral y el narrador de estas minificciones.
A veces la voz sirve de tránsito entre el texto inicial (dispuesto siempre en letras cursivas, con fines de distinción) y el texto que le sigue, que aborda el tema desde una perspectiva que puede ser o bien distinta o bien complementaria, incluso como si fuera una glosa. La luna (killa, en quechua) es el motivo articulador de estos relatos, apareciendo representada en sus múltiples representaciones simbólicas y culturales. Para una mejor comprensión del tejido narrativo de este libro, me permito citar el relato de la página 49:
Luna de avaricia
Dicen que la luna de los avaros, egoístas, mezquinos y codiciosos es una sola. No hay diferencias entre ellos, por eso es solo una.
En esta luna los egoístas sueñan con el oro y la plata, con dinero y riquezas. Son codiciosos, pues. Creen que todo es para ellos y ni una ñisca para los pobres. ¡Qué cosa no hacen estos zafados! «Por la plata baila el mono, dicen las gentes; y por el oro, dueño y mono». ¡Cómo será! No vale ambicionar tanto, si la mesa del Señor es para todos. Los de esta luna no saben reír, piensan que es perder el tiempo. Pero cuando se dan cuenta y ven que no es cierto, ¡ay, hijo mío!, se muerden su propia cola y ¡cacho torcido para ellos! Si tienes inclinación por la codicia, avaricia o egoísmo, ¡mejor cuídate! En la hora de la muerte es cuando. Por eso te aconsejo nunca tengas esos sueños.
—Antes de irse, Doña Conce no comía plátanos por no botar la cáscara —susurró, pícaro, un concurrente al velorio, entonces la gente reía bajito, respetando el duelo. Pero otro más chabacano agregó:
—Cuando la encontrábamos en algún lugar, le gritábamos, como jugando: «¡Doña Conce, respire! ¡El aire es gratis, no cuesta nada!».
Contando esto nos echamos a reír a carcajadas. Pero, de pronto, una voz anónima nos respondió y la mayoría se tapó la boca en señal de respeto.
El texto citado ilustra muy bien el funcionamiento de dos discursos que discurren paralelamente a lo largo del libro. El primero proviene de la oralidad ancestral: la voz de la abuela y a veces un narrador omnisciente define un horizonte narrativo de carácter reflexivo. El segundo, toma la forma de una anécdota o pequeña historia que trata de ejemplificar o hacer ver la puesta en escena de esa primera intervención.
Humor, ironía, sanción. Cada relato tiene así su doblez. En su brevedad, estos textos recuerdan el modo operativo de las fábulas clásicas y no por plantear una moraleja de forma expresa, sino por dejar el texto abierto a la interpretación del lector, mostrando así una apertura que superaría las limitaciones propias de una literatura de ánimo moralizante.
Dijimos hace algunas líneas que la luna es el elemento articulador de todo el volumen. Y efectivamente lo es. La significación de la luna en el mundo andino pasa por una serie de representaciones (se vincula, por ejemplo, con la madre e incluso con las fases del trabajo agrícola) que ordenan un complejo sistema de símbolos y sentidos. Los títulos pensados por Garcíarosales para sus textos resultan mas que elocuentes: «Luna de curanderos» (p. 23), «Luna de los ángeles» (p. 31), «Luna de amores» (p. 42), «Luna de inestables» (p. 51) o «Luna de viajeros» (p. 63) pueden servir como un muestrario de la potencia polivalente de la palabra.
El volumen incluye algunas notas y comentarios de algunos críticos. En uno de ellos, Martín Fierro Zapata señala que Garcíarosales hace alarde del uso de una técnica denominada «ríos paralelos». Acertada observación, pues describe con claridad la forma que el autor ha elegido para concebir la estructura del libro. Con agudeza, Fierro observa también que Luna de agua se organiza en base a tres líneas narrativas que se van fundiendo: la selección de relatos provenientes de la abuela, las diversas representaciones de la luna y la significación o resignificación de estos elementos en la intervención del narrador (pp. 84-85).
El prologuista del libro, Ricardo González Vigil, apunta con propiedad la inscripción de estas minificciones en el contexto latinoamericano, señalando no solo el efecto contrapuntístico que aparece en la lectura, sino también en un logro mayor: «el montaje formidable entre la intemporalidad del mito (el in ello tempore de lo que cuentan los abuelos) y el presente del narrador» (p. 11).
Dos miradas críticas que sirven de marco al lector, que podrá dar vida a su propia experiencia de lectura navegando en esta Luna de agua que concentra y combina la edad del mito con la vivencia cotidiana, el orden sagrado y el profano, el tiempo de mirar al cielo buscando respuestas y el de existir en la tierra, afrontando la vida y sus vicisitudes. En ese doble camino descansa el valor de Luna de agua.
Alonso Rabí Do Carmo
No hay comentarios:
Publicar un comentario